Si el mezcal, el licor mexicano que conquistó a los expertos en cócteles con su característico sabor ahumado, se elabora como una falda de ternera —con los agaves que lo componen cubiertos en un hoyo abierto en la tierra para sellar el sabor—, entonces la raicilla, su prima recién llegada, se elabora como una verdura asada al fuego.
Al menos esa es la comparación que prefiere Rio Juan Chenery, fundador de Estancia Raicilla, para diferenciar la bebida de agave de la época colonial que produce de sus análogos más conocidos.
En su destilería rústica, situada en las montañas que se elevan sobre la ciudad turística de Puerto Vallarta, México, me muestra los tres hornos abovedados donde se cuece durante dos días la variedad local de agave, la maximiliana de color verde menta, antes de ser machacada, fermentada, y destilada para obtener la fragante y transparente raicilla.
Hechos de adobe mezclado con la tierra roja de la región, los hornos se alimentan antes del amanecer con leños de roble que les dan un ligero sabor ahumado. Después de ocho horas, una vez que las llamas alcanzan una altura en la que se mueven a cámara lenta, los trabajadores echan los corazones de agave por un agujero en la parte trasera, como en un juego de baloncesto de arcade, y el horno se tapa. A veces, la presión interior aumenta tanto que se forman grietas en la superficie que deben alisarse con barro.
Rio Juan Chenery y su esposa, fundadores de Estancia Raicilla.
El resultado es un licor fresco y brillante con un sabor picante que cosquillea la nariz al llegar a la garganta. El sabor es más matizado que el del tequila, con notas florales y herbáceas propias de la maximiliana, y más sutil que el del mezcal.
«Se puede oler desde lejos», dice Chenery, un australiano cuya familia en Puerto Vallarta le introdujo en el consumo de esta bebida. «Ayer estábamos bebiendo en San Pancho y mi esposa trajo un vaso pequeño de raicilla y, al olerla en el aire, dije: "Ah, ¿dónde está la raicilla?"».
Es una pregunta que quizá empieces a escuchar con más frecuencia en los animados bares de cócteles y los clubes nocturnos de moda. Desde que Chenery se convirtió en uno de los primeros en vender raicilla fuera de su Jalisco natal hace diez años, más de una docena de marcas han seguido su ejemplo.
En los años transcurridos desde que el mezcal acostumbró por primera vez el paladar de los bebedores a los sabores mexicanos más sofisticados, una nueva generación de destiladores y cerveceros se sumó a la mezcla, embotellando bebidas con vínculos indígenas e ingredientes exóticos. Los licores regionales, las fermentaciones afrutadas y las versiones locales de licores europeos ancestrales ahora llenan las estanterías de bares innovadores de todo el mundo, atrayendo a un nicho creciente que busca más historia y peso cuando se sienta en la barra.
En sus inicios, la raicilla —que según la legislación mexicana solo puede elaborarse en el estado de Jalisco y en una parte de su vecino Nayarit— era la bebida casera de los mineros de oro y plata de la zona, elaborada a partir de la maximiliana para eludir las normas proteccionistas sobre el alcohol de la colonia española. Los hornos de aquella época se construían directamente en la ladera de la escarpada cordillera de la Sierra Madre Occidental.
Aunque el espíritu de las zonas rurales sigue vivo, la producción de raicilla se ha generalizado: hace una década, se destilaban alrededor de 80 000 litros de esta bebida al año. Ahora, según Álvaro Fernández Labastida, director de la principal asociación de la industria de la raicilla, los productores embotellan más de medio millón de litros al año. Algunos años, la demanda de raicilla es tan grande que, al final de la temporada de lluvias, cuando los aguaceros diarios hacen que la maximiliana, especialmente absorbente, esté demasiado empapada para cosecharla, la raicilla auténtica escasea.
«Es solo una pequeña cantidad la que se produce. El tequila produce 500 millones de litros al año. Pero para la industria, es un crecimiento muy grande», explica Fernández. «Lo que se produce se vende. No tenemos nada almacenado».
Gran parte de la producción se concentra a lo largo de la llamada ruta de la raicilla, un tramo de carretera con curvas cerradas que serpentea a través de la Sierra Madre y conecta pueblos de adoquines, como Atenguillo, donde creció Ana López, fundadora de La Reina raicilla.
Mientras sirve una copa de la suave expresión blanco de su marca, me cuenta cómo solía llevar una botella de raicilla a las fiestas durante sus años universitarios en Guadalajara, la segunda ciudad más grande de México, a pesar de que nadie había oído hablar de esta bebida del interior del país. «Cuando la bebes, te vuelves más hablador, más creativo, te sientes más conectado», dice López.
Puede ver la transformación en tiempo real desde una fresca sala de degustación en propiedad de Susurros del Corazón, Auberge Collection, en Punta Mita, donde ofrece unOrígenes de la Raicilla», una combinación de cinco variedades de La Reina con dulces de guayaba y un queso local. Durante el recorrido de cata de una hora de duración, mientras se sirven generosas copas en la mesa, desde la rara línea ancestral destilada en el tronco ahuecado de un fresno hasta el Puntas de 110 grados, uno de los favoritos, «la gente se convierte en familia,» dice Juan Pablo Mercado, marido de López y cofundador de La Reina.
Si hay otra bebida alcohólica mexicana lista para conquistar a los bebedores más exigentes, muchos expertos apuestan por el sotol, un licor fuerte procedente del desierto del norte del país que acumula siglos de leyendas.
Los orígenes de esta bebida, elaborada a partir de la suculenta planta dasylirion, se remontan a la época prehispánica: los arqueólogos que excavaban las ruinas de Paquimé, en el estado mexicano de Chihuahua, han encontrado pruebas de que allí se elaboraba sotol.
Pero en épocas más recientes, los sotoleros eran tratados como delincuentes. Las leyes de prohibición mexicanas, que reflejaban el movimiento de templanza al otro lado de la frontera, llevaron la producción de licor a la clandestinidad, casi acabando con la antigua tradición. Los destiladores recuerdan a familiares sometidos a violentas redadas. La tradición local sugiere que Al Capone solía contrabandearlo hacia el norte.
Todo ello forma parte del encanto que ha impulsado el renacimiento comercial del sotol desde que se expidieron las primeras licencias legales para su producción en la década de 1990.
Si hoy vas a una fiesta en una azotea de Ciudad de México o al bar acuático de Susurros, verás que una botella de sotol Sotomayor, una de las primeras marcas en comercializarse ampliamente, es un elemento básico en los carritos de bar. Isidoro Guindi, fundador de la línea, dice que le gusta mezclarlo en un cóctel con limoncillo y manzana verde.
Pero si bien el acabado ahumado sigue siendo la tarjeta de presentación de los cócteles del país, los destiladores de la capital también están comenzando a experimentar con aperitivos y botánicos tradicionales, añadiendo una dosis del estilo de la Ciudad de México a las bebidas europeas urbanas.
Está Primo, un Aperol mejorado elaborado con naranjas y pomelos locales, y Pastis de México, una variante del anís esencial del sur de Francia. Y luego está Condesa Gin, que lleva el nombre de la frondosa zona de la Ciudad de México repleta de restaurantes y arte de moda, que se creó en 2021 para demostrar que la ciudad podía competir en la escena mundial con los austeros bastiones europeos de la ginebra.
«En cierto modo, reivindicaban los orígenes y la grandeza cultural de la ginebra», afirma Ben Brooksby, uno de los fundadores de la marca. «La idea era utilizar Condesa Gin para plantar la bandera de México en ese espacio y decir que la Ciudad de México está a la altura de estas capitales mundiales y puede elaborar una ginebra de primera categoría».
Lo han conseguido infusionando sus lotes con aromas emblemáticos del país, como el nopal y el palo santo, un árbol de Yucatán que comparte propiedades químicas con los cítricos. La receta también incluye un elemento místico: cada uno de los ingredientes botánicos seleccionados rinde homenaje a los rituales de los curanderos tradicionales de la Ciudad de México.
En una limpia, o purificación ceremonial, los curanderos hacen un ramillete con plantas aromáticas como lavanda, romero y salvia, lo mojan en agua y lo pasan sobre la persona que están tratando.
Prueba un sorbo de Condesa Gin mezclado con tónica y comprenderás por qué: el cóctel es trascendente, una combinación de sabores profundamente arraigados y una práctica innovadora que sin duda superará tus expectativas.
Quizás sea hora de actualizar el viejo refrán: un tequila, dos tequilas, tres tequilas, no más. Ahora hay bebidas alcohólicas más interesantes que se dirigen al norte para aquellos que saben dónde buscarlas.